El primer autobús –una diligencia de ocho asientos y seis ruedas que se movía gracias al vapor– fue inventado en 1830 por sir Goldsworthy Gurney, que era el prototipo del llamado científico gentleman de la era victoriana –un investigador que, gracias a su fortuna personal o a otro tipo de trabajo, podía hacer ciencia sin tener que estar afiliado a institución alguna–. En su caso, su labor como cirujano –primero en Cornualles, donde nació, y luego en Londres– le permitió dedicarse a su verdadera pasión: la ciencia.
Inventó todo tipo de aparatos, desde un soplete de oxihidrógeno hasta un instrumento musical compuesto por vasos que se tocaba como un piano. Incluso creó una peculiar luz, bautizada con el nombre de Bude Light –en honnor a la localidad costera del mismo nombre donde vivía, y que era la localidad de veraneo de moda en la época victoriana–: al introducir oxígeno en medio de la llama de una típica lámpara de aceite estándar, produjo una intensa luz blanca. Gracias a una serie de lentes y prismas, Gurney iluminó todos los pasillos y estancias de su mansión con solo una de estas luces.
Tras probarlo en un faro en 1839, se confirmó que proporcionaba dos veces y media más luz que una lámpara de aceite similar. Luchó por que se instalara en los faros, pero el coste de hacerlo era muy alto y la Bude Light acabó en el cajón de los inventos olvidados.
En 1823 empezó a interesarse por las posbilidades prácticas del vapor, y, dos años más tarde, tras el rotundo éxito de la locomotora de George Stephenson, empezó a darle vueltas a la idea de un carro que se moviera con vapor. Ese mismo año presentó la patente para “un aparato que propulse carros en carreteras o ferrocarriles comunes, sin la ayuda de caballos, con la velocidad suficiente para el transporte de pasajeros y mercancías”. En 1826 compró un taller y se dispuso a mejorar el diseño: introdujo un tiro de escape de vapor para pasarlo de los cilindros a la caja de humos situada debajo de la chimenea y así aumentar el tiro y, por ende, obtener mayor potencia.
En 1829 ya tenía listo el prototipo que él mismo condujo desde Londres a Bath, unos 130 kilómetros. El éxito fue rotundo y, dos años después, había una línea operando entre Gloucester y Cheltenham que constaba de tres autobuses. Asimismo, el 22 de abril de 1833 apareció el primer auto- bús urbano en las calles de Londres. El invento de Gurney era superior a los carros tirados por caballos: mucho menos propenso a volcar, viajaba más rápido, su coste de operación era más barato y dañaba menos las carreteras y caminos al usar neumáticos anchos.
Sin embargo, la empresa fracasó por culpa del conservadurismo más recalcitrante. Los fideicomisos de las carreteras impusieron a los autobuses de vapor unos altísimos peaje que hicieron inviable cualquier empresa de transporte autopropulsado. Eso sí, los autobuses tirados por caballos podían circular libremente. Ante esta situación, la empresa de Gurney se quedó sin fondos en la primavera de 1832, y se vio obligado a subastar sus activos comerciales restantes, e incluso tuvo que cubrir sus pérdidas con gran parte de su fortuna personal.
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