Si hay alguna sustancia que sea indispensable para la vida, esa es el agua. El ser humano la necesita para beber, lavar, regar los campos... Y eso le ha obligado a buscar formas de extraerla, conducirla y almacenarla. Llevar el agua de un lado para otro significa salvar desniveles, algo que solo se puede hacer de dos formas: aprovechando cualquier diferencia de alturas o bombeando. Durante siglos se ha sabido cómo elevar el agua, ya fuera mediante una cadena de cazos o con el llamado tornillo de Arquímedes, un tubo lleno de agua arrollado alrededor de un cilindro como la rosca de un tornillo -de ahí su nombre- que, al girar, hacía ascender el agua a lo largo del tubo. Dicen que Arquímedes lo inventó hacia el siglo III a. C. durante su estancia en Egipto y aparentemente sirvió para extraer el agua del primer dique seco del mundo. De este modo se pudo saciar la pasión por los barcos gigantescos del rey alejandrino Ptolomeo IV, un hombre de carácter odioso. Tanto la cadena como el tornillo eran accionados por esclavos o animales, y resulta curioso que a nadie se le ocurriera recurrir al empuje de la corriente de los ríos para hacerlo.
Las ruedas de agua o norias, un nombre que viene del árabe na’ûrah, tienen su origen en un antiquísimo ingenio que por su peculiar forma recibió el nombre de tympanum. Usado para el drenaje en Egipto –incluso hoy en día–, consistía en una rueda con orificios para permitir la entrada de agua y almacenarla en el centro de la rueda. Evidentemente, al girar, el agua sale por los conductos justo a la altura del eje.
El segundo uso al que se destinó la rueda de agua fue el de moler el grano. El pan era la comida principal de los pueblos antiguos y la obtención de la harina necesaria era un proceso lento y trabajoso: se colocaba el grano entre dos piedras planas y se movía la de arriba adelante y atrás incesantemente. Una persona –normalmente una esclava joven– molía grano suficiente para hacer pan para ocho personas. En viviendas más numerosas, todo un ejército de mujeres dedicaban el día entero a deslizar una piedra sobre otra. Con la construcción de los molinos con forma de reloj de arena, como el desenterrado en Pompeya, dejó de escucharse en las casas el familiar sonido de las piedras moliendo, pero fue con la aparición del molino de agua cuando la molienda adquirió proporciones industriales. En los últimos años del Imperio romano, la provisión de harina para Roma llegaba de una batería de molinos de agua situada en la colina del Janículo, el lugar donde hoy se encuentra el famoso barrio del Trastévere. Conocidos como molinos de Vitruvio en honor a quien los describió por primera vez, consistían en una rueda de palas unida por un eje a una rueda dentada acoplada a otra horizontal que movía la piedra de moler.
A pesar de su utilidad, el molino de agua tenía un grave problema de difícil solución: necesitaba una corriente de agua cerca. No es por tanto de extrañar que el molino de viento se inventara en un país tan árido como la antigua Persia. También se utilizó para moler el grano, y tenemos referencias de ellos en dos regiones: Sistán, en el sureste de la actual Irán, y Jorasán, en el noreste. Hoy, seguramente, no lo reconoceríamos como un molino, pues las seis o doce palas de los que constaban rotaban en sentido horizontal alrededor de un eje vertical. Sabemos de ellos gracias a los escritos del geógrafo persa Al-Istajr, por lo que se estima que aparecieron hacia el siglo IX, aunque existe una tradición anterior que los sitúa hacia 644, durante el reinado del segundo califa musulmán Omar I, que fue uno de los enemigos más acérrimos de Mahoma hasta que se convirtió al islam.
El molino de viento se fue extendiendo por Asia y Europa: en el norte de China encontramos un molino horizontal en el siglo XIII, mientras que el molino de viento de eje horizontal llegó al sur de Europa en el siglo XI, a través de al-Ándalus y el mar Egeo.
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